¿Un buen día?
Llevaba yo unos días como el tiempo, que diría mi madre. O sea, gris y pesarosa. Me decía a mí misma: es la presión atomosférica, que es una tontería como otra cualquiera, pero que a mí me funciona para explicarme ese no tener ganas de nada, ser incapaz de hacer ni siquiera una de las cosas que me he propuesto y andar de un humor de perros.
Hasta ayer. El tormentón que cayó la noche del miércoles fue como si los dioses del Olimpo hubieran recogido todos mis sinsabores y los hubieran transformado en truenos, relámpagos y lluvia, para amanecer con un cielo despejado y un ambiente limpio y ligero.
“Hoy puede ser un buen día”, me dije al salir de casa, camino de mi clase de Pilates. ¿Lo fue?, pues depende de cómo lo mires. A ver qué piensas tú.
Tras el paréntesis del ejercicio, que realmente es un trámite para poderme tomar un café después con mis compis de sudores, estábamos tan ricamente disfrutando del sol y de la compañía, cuando a nuestra mesa de la terracita (todavía con estufa de exterior, pero todo se andará), se aproximó una de tantas personas que en estos días andan intentando encontrar en la caridad lo que no les proporciona el sistema y nos puso sobre la mesa un folio dentro de una carpeta de plástico en el que seguramente ponía que no tenía trabajo, o que estaba enfermo, o algo. Estaba en griego y no intentamos leerlo. Como además ya nos habíamos cruzado con dos o tres personas más en la misma situación (a uno le habíamos dado las galletas que acompañaban al café, a otro las monedas sueltas que había sobre la mesa), no le hicimos mucho caso.
Después de unos minutos de estar allí parado mostrándonos la hoja, se marchó. Mientras lo hacía, comentamos lo bien que iba vestido, con un chaleco de plumas con una marca conocida bien visible en la espalda, una camisa de cuadros y todo repeinado. Nos preguntábamos si realmente estaba necesitado o si había hecho de la mendicidad un empleo.
Pasaron diez minutos largos antes de que me diera cuenta de que, al retirar su hoja informativa, también había “retirado” mi teléfono móvil.
Para cuando empezamos a buscarlo alrededor de la cafetería e intentamos llamar al teléfono ya no había nada que hacer. El susodicho había desaparecido, el teléfono estaba apagado y no había manera ni aplicación que fuera capaz de rastrear el aparato.
Entramos de nuevo en el local y le comentamos el suceso a las camareras, preguntando si podíamos llamar a la policía. Dijeron que por supuesto e hicieron intención de tenderme el teléfono, pero a medio camino, la camarera me miró a la cara y me dijo “¿quieres que llame yo?”. “Por favor”, le contesté.
Mientras que intentaba ponerme en contacto con mi marido a ver si por alguna magia de la tecnología, lograba descubrir la localización de mi móvil mediante el suyo, se me acercó un señor que se identificó como dueño de la cafetería y salió conmigo a ver si veíamos al sujeto. Al cuidado de mi bolso se quedaron las chicas de la mesa de al lado.
Mientras esperábamos a que la policía viniese, el propietario me invitó a sentarme de nuevo y tomarme un café para tranquilizarme. En cinco minutos aparecieron un coche y dos motos, seis policías en total que me pidieron detalles y que se marcharon a hacer la ronda por si acaso sonaba la flauta.
No sonó, claro. Así que terminé mi café para irme a interponer la denuncia. Quisimos pagar (no ya el último café, sino los anteriores), pero no nos dejaron, y me pidieron disculpas mil veces por algo en lo que, evidentemente no tenían ninguna culpa.
En la comisaría me atendió un policía de paisano bastante simpático que demostró también tener mucha paciencia (no olvidemos que estaba ante una señora de mediana edad, vestida con mallas de gimnasia y a la que le habían sustraído su teléfono último modelo). Entre mi griego macarrónico y los nervios, podría haberme mandado a hacer puñetas cuando haciendo la denuncia se daba este tipo de diálogo: “¿Teléfono?” (él). Un iPhone 6 (yo). “No, que me dé su teléfono” (él). “No puedo darle mi teléfono, me lo acaban de robar” (yo). “El número, señora” (él). “Uy si, perdone, es el 69…..” (yo).
Al rato salía de la oficina con una copia que tenía que llevar a la empresa de telefonía para que bloquearan el servicio y me proporcionaran una nueva tarjeta. Eso hice y en diez minutos tenía mi nueva tarjeta y los datos del teléfono a salvo.
Tenía que pasar por el banco a hacer una gestión (ajena al robo) y la chica que me atendió, (monísima, con el pelo muy cortito, de esa manera que sólo le queda bien a quien es guapa y tiene estilo) se interesó, mientras terminaba el papeleo, en si tenía algún seguro de robo (ya sabes, ellos intentan venderte algo, y si cuela cuela). Pues no hija, le dije, y me hubiera venido bien tenerlo “ayer”, porque mira lo que me ha pasado… y empezamos a contarnos la vida, y me dijo que se acordaba de mí de otra oficina que su entidad tenía en otro sitio del barrio y de la que era cliente antes de que abrieran la actual. “Pero no me reconocerás, dijo, antes tenía el pelo largo y rubio”. “Pues a mi me parece que así te queda genial”. “Pues no fue decisión propia… en fin ya sabes, un cáncer de pecho, quimio y esas cosas, pero vamos, que todo muy bien, que estoy genial”. Y me dio mis papeles.
Y salí de allí y pensé en la gente con la que me había relacionado en las últimas horas y me dije: “Lola, te has quedado sin móvil como te quedaste sin abuela, pero, qué coño (con perdón), sí, ha sido un buen día.”
Lola Larreina para AtenasDigital.com