Casino
No soy yo muy dada al juego. Quitando una época que jugaba al trivial un día sí y otro también (pero al menos con éste aprendía cosas), o el ocasional candy crush, solitario o cualquier otro juego del móvil que viene genial cuando, por ejemplo, llegas al colegio antes de que hayan abierto las puertas, la verdad es que lo del azar no me va mucho.
Pero cuando el fin de semana pasada unos amigos propusieron que fuéramos al casino, nos apuntamos.
El casino de Atenas, que está en el Monte Párnitha y se llama “Mont Parnás”, tiene su aquel. De entrada, para acceder tienes que llegar con el coche a la base del citado monte, donde te espera una construcción ciclópea que alberga las cabinas del teleférico que te suben hasta el local de juego. Todo en plan super lujo: Atrio suntuoso, lámpara de diseño (y color cambiante) de cuatro pisos de altura, ventanales imposibles, cabinas enmoquetadas y con asientos para 20 personas. Todo muy bien. Nosotras nos habíamos puesto monísimas de la muerte (ellos no iban mal tampoco) y no desentonábamos en absoluto con el entorno.
La idea era cenar en el casino y luego, ya si eso, entregarnos al juego. Así que nos trasladamos al restaurante donde cenamos “de buffet”. La comida no era mala (aunque tampoco les costaría mucho poner unos platos más elaborados), igual “a la carta” habría ido más con el caché del lugar (o al menos con el que le suponíamos después del despliegue arquitectónico que nos había recibido), y definitivamente, hubiera estado mucho mejor que el pianista que se empeñó en amenizaros la velada le hubiera bajado el volumen al instrumento (la verdad es que ignoro si eso se puede hacer).
Tras tomar un café nos decidimos a pasar a la sala de juego, a donde nos encaminamos perseguidos por los acordes del bolero que el pianista dedicaba a los cenadores rezagados. Metros y metros de pasillos largos, anchos, enmoquetados (un poco vintage, por no decir algo pasadito de moda). Todos ellos zona de “no fumadores”, pero con ceniceros cada diez metros y un olor a tabaco que tiraba para atrás.
Llegamos por fin a la zona de control de entrada. A nuestra derecha quedaba una gran puerta de madera de dos hojas, que se abrió en un par de ocasiones y donde pudimos adivinar algunas mesas de juego. “La zona VIP”, nos informó uno de nuestros amigos, que ya había estado con anterioridad. “Ahhhh”, contestamos todos intentando pillar algo más del interior (aunque realmente ninguno hubiéramos podido reconocer a ningún VIP griego).
Y de frente, otra puerta (esta de cristal y abierta de par en par) que era la entrada a la sala donde juegan el resto de los mortales. Fue traspasar esa puerta y tener la sensación de haber entrado en otro mundo. ¿Qué quieres?, yo me esperaba que al lujo decorativo se le uniera el glamour de la Sharon Stone en la película “Casino” lanzando fichas al aire.
Pues no. El glamour brillaba por su ausencia.
De entrada, aquí la zona ya era abiertamente de fumadores, así que una nubecilla de humo se cernía sobre las cabezas de los jugadores. Nos dirigimos al bar, a tomar la copa que se incluía en la entrada, para comprobar que, o pagabas al menos cinco euros para que te la pusieran de la marca que tu querías, o corrías el peligro de sufrir una intoxicación etílica por culpa del alcohol garrafero que servían con una especie de surtidor de gasolina y que te podía noquear a la primera copa. A la derecha del bar, un puesto de “snacks” que consistían en sandwiches y ensaladas de aspecto dudoso presentadas en unos envases de plástico de lo más cutre.
Pero sin lugar a dudas, lo más deprimente de todo, era la gente. No sé, tú piensas (o al menos yo) en la palabra juego y te vienen a la cabeza risas, divertimento, placer… pues no. Unos caretos hasta el suelo, expresiones de amargura (normal, si piensas que probablemente se estaban jugando el sueldo, con la que está cayendo) y una pinta de cualquier cosa menos de estar pasándolo bien.
De la “etiqueta” ni te cuento, porque, aparte de que pocas veces me he sentido, como en esta ocasión, de las más elegantes de la sala, había no pocos individuos que debían tener una difícil relación con la ducha. Algunas manos (con sus correspondientes dedos y -horror- uñas) vimos manejando fichas que nos dieron ganas de salir corriendo.
No, no ganamos nada. Vamos, yo ni jugué. Perdimos todo lo que apostamos porque yo creo que a todos nos entró una especie de congoja generalizada. “¡Que hemos venido a jugar!”, dijo alguno de los más animosos. Pero entre el panorama y el garrafón, que nunca ayuda, cualquiera se intentaba meter entre esa jauría que iba de mesa en mesa dejando fichas para que fueran desapareciendo una tras otra. “La banca siempre gana”, ¡qué gran verdad!.
Mi santo jugó al black jack (un ratillo, enseguida lo perdió todo -no mucho, afortunadamente), que viene a ser como nuestras “siete y media”, pero con baraja francesa y llegando a 21 puntos. En cuanto se sentó, me vino a la cabeza la escena de la gran obra de teatro de Muñoz Seca “La venganza de Don Mendo” en la que un atribulado Don Mendo le cuenta a su señora una partida. Decía así:
Es un juego
y un juego vil
que no hay que jugarle a ciegas,
pues juegas cien veces, mil…
y de las mil, ves febril
que o te pasas o no llegas.
y el no llegar da dolor,
pues indica que mal tasas
y eres del otro deudor.
Mas ¡ay de ti si te pasas!
¡Si te pasas es peor!
Lo que te puedo asegurar es que yo no me paso… otra vez por el casino.
(Aviso a navegantes: no sé Don Mendo, pero mi menda, siguiendo con su régimen de “vacaciones escolares”, se coge las dos semanas proximas, así que nos vemos de nuevo el seis de mayo. Kaló Pásja).
Lola Larreina para AtenasDigital.com